Cuando escucho la palabra perdón, corren por mi mente imágenes de reconciliación, de reconstrucción, de acercamientos, de pureza de corazón, de abrazos y regresos, a veces también recuerdo la parábola del hijo prodigo que cita el Evangelio según san Lucas y por supuesto, alguna experiencia donde me ha tocado estar de una parte o de otra, de la parte del perdonado o del que perdonaba. Son experiencias, que nunca se olvidan, porque han sido momentos vividos con una gran intensidad, momentos profundamente verdaderos y emotivos. Momentos que señalaban un antes y un después.

El argumento del perdón no es superficial, no es un tema que pueda ser tratado con frivolidad. Durante la vida sufrimos contrariedades y ofensas, pequeñas o grandes, que hieren nuestra sensibilidad y, ante todas ellas, casi siempre nos interrogamos sobre las injusticias, verdaderas o presuntas que sean. Cuando somos víctimas de ellas, nos asalta la rabia, otras veces el rencor, la frustración o la impotencia y, pensar en perdonar, se nos hace cuesta arriba. Estoy convencido que perdonar no es hacer como si nada hubiera pasado, borrando de un manotazo los hechos, no es quitar gravedad, o no dar importancia a  la ofensa. Lo que ha pasado ha pasado y no se puede cambiar, ni olvidar, sobre todo si ha dejado heridas o ha cambiado algo en nuestra vida individual o colectiva. Lo que sí es importante y necesario es recobrar la paz dentro de nosotros. A perdonar lo tiene más fácil quien en la vida ha necesitado ser perdonado.  Por otra parte no perdonar es vivir condenados a perpetuar en nosotros mismos y en los demás el daño sufrido, vivir con resentimiento, permanecer aferrados al pasado o vengarnos. El mundo sería un infierno si no existiera el perdón. Alguien me dijo una vez que el  perdón sana el cuerpo y el alma. Era un cardiólogo y además añadía, está comprobado, por estudios científicos, que las personas rencorosas son más propensas a sufrir enfermedades cardiovasculares. Una vez, yo era muy joven, un hecho en mi familia, procuro un grave dolor, mi padre me dijo que era bueno que perdonáramos pero que el  verdadero perdón, tenía que nacer con humildad.  Si faltaba la sinceridad y la verdad, el falso perdón terminaba convirtiéndose en una especie de sutil de venganza y probablemente sólo  serviría  para humillar al que había  ofendido y no para devolvernos la paz.   Pensando en los conflictos de Siria o Egipcio, pienso cuanto beneficiaria una gran oleada colectiva de perdón. Karol Wojtyła repetía hasta la saciedad que la espiral de la violencia sólo la frena el milagro del perdón.

por @mbellido

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