En mis años de estudiante el latín no fue nunca una de mis asignaturas preferidas. Recuerdo que a la salida del Instituto Padre Luis Coloma, iba al Colegio de San José de la calle Porvera, en Jerez, para recibir clases particulares y poder así aprobar los exámenes. Casi siempre por los pelos. Después de un largo paréntesis de cuarenta años lamento mis carencias y mi falta de disciplina en aquel período. Hoy, si mis conocimientos me lo permitieran, leería a los clásicos de la literatura latina en su lengua original, me dejaría iluminar por el pensamiento de César, Cicerón, Ovidio, Horacio, Virgilio, Cátulo…, bebería de los textos originales de narradores cristianos como Santo Ambrosio y San Agustín. También me adentraría en la lucidez de esta lengua que hizo brillar la mirada de muchos de los humanistas del Renacimiento, como Petrarca, Erasmo de Rotterdam, Luis Vives o Antonio de Nebrija.
Alguien me confesaba recientemente que, conocer el latín, nos permite conocer mejor nuestro idioma. En el fondo convive con nosotros, aunque no lo sepamos o queramos, ya que es el alma de nuestra lengua.
Es una delicia leer frases como :“Aquila non capit muscas” “Festina lente”, “Carpe Diem”, “Tempus fugit” o “Aequam memento rebus in arduis servare mentem”. De muerta no tiene nada esta lengua. Una música fluye por sus palabras y le da alma. Hoy he encontrado una vieja carta que me escribio hace muchos años mi buen amigo Fra Modestino de Pietralcina, discipulo de Padre Pío. En su encabezamiento y antes de la fecha, escribía «Amor Omnia Vincit», El amor todo lo vence. Esa frase escrita en latín es de una contundencia extraordinaria. De esa simple desnudez emerge un alma que no se puede esconder. Captura el espíritu. Oculta bajo la apariencia de lo visible algo que es vida, y no teoría, un modo de hacer y de ser que ha perdido sus límites para ser infinito y trascendente y que puede ser descubierto por todo aquél que la lea. En ese sentido se convirtió en clave para que la lectura de aquella carta tuviera sentido en la época que la recibí. Yo atravesaba un momento difícil. La magia de aquella frase llevaba en sí la potencia de derribar muros y construir puentes. Contenía esperanza, luz y hasta salvación. Hoy también, releyéndola, encontraba en ella que su certeza es capaz de cambiar el destino cuando éste tiembla o nos amenaza con sacudirnos sin piedad. Esa frase es capaz de devolver a nuestro horizonte el calor de un abrazo, la ternura de una caricia y el sostén de palabras afectuosas. Esa frase presupone un largo viaje hacia nuestro interior. Es indudable que no está exenta de riesgos. Las palabras evocan, sanan, refuerzan el entramado de nuestros sentimientos. En cada uno de nosotros existe una zona íntima y única que nos constituye. Es el corazón, un mundo bautizado por la belleza cuando cree que el amor todo lo vence.

por @mbellido

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