En el microcosmo de nuestra casa

A menudo pasa, las casas se van llenando de objetos, de libros de cuadros, de recuerdos de viajes y resulta penoso deshacerse de ellos. Por pereza o apego, no tenemos la fuerza de voluntad de tirarlos o regalarlos. Nuestras casas terminan siendo selvas espesas donde vemos reducirse cada vez más el espacio vital para movernos. Todos los días aparecen en cajones, rincones, armarios, cosas que no recordábamos siquiera que las teníamos. Cuando aparecen saltan a nuestros ojos y a nuestras manos como felinos que nos atacan, otras veces son cometas brillantísimos que dejan un reguero de luz, otras traen sombras, otras chillan hasta asordarnos, otras son como aspiradoras potentísimas que nos dejan sin respiración.
Los recuerdos son almas viejas que habían huido un día de nuestras vidas y reaparecen cuando menos los esperamos. Las fotografías reflejan sus espíritus a veces como ángeles que nos sonríen, a veces como fantasmas que nos asustan. Las casas son porciones de cielos infinitos. Todo cabe en ellas. Hay espacios para sueños, para risas, para heridas, para treguas. En nuestras casas, aunque estén repletas de objetos, de enseres y de chismes siempre queda espacio para extender nuestros brazos y reclamar consuelo. En nuestras casas siempre ha espacio para consumar el amor, para limpiar nuestras vergüenzas, redimir nuestros pecados y sanar nuestras heridas. La casa es nuestra patria, nuestro barrio y nuestra escuela. Es nuestro mundo.
En la intimidad de nuestras casas la utopia es capaz de vencer a la realidad, se consuma el intransferible y perpetuo aprendizaje de la vida, se compensan las penas cotidianas, se encienden nostalgias, se dialoga con el lenguaje llano y accesible de la confianza, se afirman sin temor simplificaciones exageradas, se comparte y se intercambia, no se juzga el ceño fruncido, se decide en que creer, no se teme hablar de Dios con los hijos.