Me decía siempre mi amiga Encarni, que ciertas peluquerías de señoras siempre han funcionado como un club de vida social para mujeres. También las barberías han tenido esta característica para los hombres, aunque probablemente la tienen cada vez menos. Está amiga que conocí hace años, tenía un agraciado salón de belleza en un pueblo de la provincia de Cádiz. A menudo me refería conversaciones o anécdotas e historias que se contaban en aquel local. Un lugar lleno de frascos, shampoo, colorantes y olor a lacas que, me decía Encarni, a veces parecía más bien un confesionario, un estudio de un psiquiatra o un programa rosa. Se pasaba de los cotilleos, a los problemas personales en un santiamén y la gente se desquitaba a gusto. Quién hablaba de la suegra, quien de la telenovela, quien del romance cornudo de la vecina… Un mosaico interesante que mi amiga sabia revelarme de manera magistral. Hace no mucho, no pudiendo coger cita en mi peluquería habitual, entre en una unisex de camino a casa. En esos momentos yo era el único cliente varón, la otra parte de la clientela eran todas mujeres. Me di cuenta demasiado tarde. Probablemente por pudor no hubiera entrado. Al principio la conversación que mantenían era más o menos entrecortada ya que probablemente se había interrumpido por mi entrada, pocos minutos más tarde habituándose el personal a mí presencia se fue de nuevo animando. Yo trataba de concentrarme en la revista que ojeaba, pero sin querer, primero distraídamente y después no pudiendo dejar de escuchar, fui hilvanando el relato. El efecto que producía en mí aquella conversación primero fue de sonrojo, mas tarde de reflexión. La historia era la de una mujer de origen latinoamericana que cuidaba a un señor de setenta y cinco años. Una mujer, según el relato muy poco agraciada, que al parecer trabajaba como una mula y que no se relacionaba con nadie en el barrio. Cuidó al anciano hasta su muerte, dándole, según estas señoras “toda clase de cuidados”. En los matices de este punto del relato si que llegué a sonrojarme. El anciano había muerto y en su testamento le había dejado todo su patrimonio, al parecer muy abundante, a la protagonista de la historia.
A este punto una de las señoras de la peluquería replicó: “¡Digo, la suerte de la fea!”. No dejó de sorprenderme nunca acerca del comportamiento humano. Ni conocía a la señora de la que se hablaba, ni a las que hablaban de ella pero aquella murmuración me pareció un tanto superficial y me sentó como una indigestión.
Lo cierto es que nuestra sociedad sigue practicando el deporte del juicio fácil sin conocer todos los elementos que se esconden detrás de cada historia. Siento a menudo el deseo de oír experiencias constructivas, historias de generosidad, de afecto. Me encantaría que nuestra sociedad recuperara ciertas raíces de simplicidad, que se revalorizara la bondad, la belleza interior, la generosidad, que fuéramos capaces de contar experiencias sin trucos digitales y sin añadir cizaña. Hay mucho rumor en nuestra manera de vivir que no nos deja escuchar el sonido de la verdad. Demasiado protagonismo damos en nuestra sociedad al desamor, a la desatención, a la indiferencia, a la maldad. Aun siento el malestar que me produjo aquella frase dicha con el desprecio de quien se desquita a gusto: “¡la suerte de la fea!”. Probablemente la mujer ni era fea, ni el desenlace fue fruto de pura suerte. Así de simple.

por @mbellido

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