Cuando el ser humano vive sin esperanza, de algún modo deja de ser libre. La falta de esperanza pesa y aguijonea al hombre con la dolorosa realidad que a menudo ofrece la vida. La esperanza es ese sentimiento sin el cual seríamos prisioneros y rehenes de cualquier realidad. En virtud de la esperanza, sin embargo, podemos ir más allá de los límites definidos de aquello que es cada presente. Con la esperanza nos salimos del escenario y de las condiciones adversas debilitando la presión que ejercían sobre nosotros. La esperanza nos alivia cuando el dolor, la enfermedad o la tristeza nos asfixian y se hacen insoportables. «Los seres humanos no somos capaces de soportar un grado excesivo de realidad» decía el poeta T.S. Eliot.
A menudo detecto que el ser humano cuando sufre se afana en contar la realidad con todos sus pormenores cuidando con esmero de no dejar fuera ni un solo detalle doloroso, e incluso exagera cuando narra su situación dándose a sí mismo pena. Una actitud victimista le empuja a envolverse en el “pobre de mí”. A menudo nos recreamos demasiado en lo que nos incomoda y nos agobia sin intentar descubrir una salida o una brizna de positivo. El ser humano no siempre es consciente que esa vulnerabilidad es un lastre de su naturaleza que le impide dar un sentido a lo que le acaece y devolverle la serenidad. El escritor belga Maurice Maeterlinck pensaba que la desesperanza está fundada en lo que sabemos, que es nada, y la esperanza sobre lo que ignoramos, que es todo. Cuando nuestro horizonte se vacía de esperanza, el cielo se llena de nubarrones oscuros que no dejan pasar la luz. Hay un proverbio japonés que dice que es mejor viajar lleno de esperanza que llegar y es que la esperanza, como decía Aristóteles, es el sueño del hombre despierto.