La democracia debería asegurar la participación de todos los ciudadanos a la designación y al control de los poderes públicos.  También define los límites de un campo privado protegido contra las intervenciones públicas no ajustadas a derecho. Esta definición y esta participación fueron, en el pasado, las grandes conquistas de la burguesía, contra las monarquías absolutas y contra el poder de la aristocracia. El campo privado al que me refería es también el de las relaciones interpersonales basadas en la igualdad: en el ámbito de los acuerdos, ninguna persona puede ser obligada a ligarse a nada sin su consentimiento y en el de los intercambios, a cada uno le corresponde recibir  según su aportación.

En el campo público, por el contrario, las personas encuentran un poder creado por ellos mismos, que se impone en un modo soberano y que, en caso de necesidad, incluso se aplicaría con la fuerza, porque, en las relaciones con el poder, las personas  se encuentran en una situación de radical desigualdad. Los deberes confiados al poder son compatibles con la participación política de los ciudadanos. Y son compatibles con la pluralidad de los partidos. Los ciudadanos, desde hace muchas décadas, no quieren que les sean impuestas concesiones y decisiones políticas a las cuales ellos no hayan participado. La libertad empuja a los seres humanos a rechazar el poder indiscutido de uno solo. No hay libertad sin pluralismo y no hay pluralismo si la información se reparte desde un solo centro, si los medios de comunicación son controlados por los partidos, si se vive con miedo a expresar el propio pensamiento o si se vulnera el campo de la privacidad. Los partidos democráticos tienen también la misión de garantizar la pluralidad y la libertad, pero pueden cumplirla solo si son conscientes de las amenazas internas que pesan sobre ellos y saben disiparlas. La primera de estas amenazas es la de los privilegios del poder, incluso cuando se llega a poner al servicio de intereses personales el partido mismo. Esta intrusión de intereses privados en el juego de la democracia es la que la corrompe. Ningún partido ni ningún gobierno puede reivindicar el derecho a su existencia si no responde con honestidad a esta llamada de la conciencia: la abolición de privilegios y poderes paralelos.

El espíritu democrático afirma la necesidad  de construir una sociedad según un modelo plural en el que los partidos políticos no pretendan usurpar todos los roles, ni intervenir en la vida interna de las comunidades de base ni de las familias.

Otra amenaza al interno de los partidos, menos extrema pero que puede poner en peligro  la democracia misma, es la tendencia al sectarismo. No se puede gobernar a fuerza de pensamiento único, ni hacer la oposición sin una visión amplia del bien común. Sería imposible avanzar en el gobierno de una comunidad si la oposición se demuestra intransigente en todas las cuestiones y si no acepta colaborar con el poder de turno en todo aquello que sea importante para el conjunto de los ciudadanos. Los ingleses llaman a esto el fair play. La práctica que hacen de ello explica la estabilidad de sus instituciones democráticas incluso durante las grandes crisis que han vivido en su historia. También es verdad que no se hace política solo con las buenas intenciones. Es normal que en las campañas electorales las críticas entre partidos adversarios puedan ser duras. Es también normal  que la oposición saque a la luz los errores del partido en el poder. Sin embargo, si estos ataques son sistemáticos, y además no siempre tienen que ver con la verdad, pueden llegar a paralizar la acción de gobierno por las dificultades que provienen de las insidias sembradas. El sectarismo de la oposición  o del partido en el poder  es un gran enemigo de la democracia. Para evitarlo habría que aplicar valores basados en la verdad y en la justicia. Sin embargo, ciertas doctrinas, ideologías entre ellas opuestas, maquiavélicas o materialistas, establecen como tesis que no hace falta invocar la verdad y la justicia en los conflictos políticos, porque ambas se definen con las razones de Estado o con los intereses de clase. Estas tendencias, por su lógica ineluctable, desarrollan formas dictatoriales. La vitalidad de la democracia dependerá siempre de los esfuerzos conjuntos de todos aquellos que creen en la justicia y en la verdad como bienes comunes de la sociedad. Cada vez que muere esta fe, la democracia deja de existir.

Manuel Bellido

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por @mbellido

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