Céline pasaba un par de horas sentada sobre aquel banco y como lacayos fieles, por allí desfilaban los hombres del pueblo para piropearla, pedirla en matrimonio o una cita donde ahogar desengaños o comprar la sensación efímera que produce ese frenesí de exultaciones que en griego se denomina ὀργασμός. Luego, Céline atravesaba la plazuela y vagabundeaba por las calles de alrededor. Iba de bar en bar, donde, si había suerte, alguien la invitaba a un vaso de vino o le ofrecía un cigarrillo rubio.
Cuando el campanario de la iglesia lloraba con el toque de ánimas para recordar la plegaria por los muertos, Céline encaminaba sus pasos hacia el cóncavo cristal de su universo, la modesta habitación que albergaba su trabajo y su penuria. Allí recibía a sus clientes que, ordenadamente, aguardaban turno en la destartalada y oscura escalera, como lo hacen los pacientes en la sala de espera de un dentista. Despojado su cuerpo de tejidos, su piel misteriosa y tácita recogía palabras malsonantes, caricias y atropellos. Cuando el último comprador de horas se despedía, dejaba amarrada la cuerda del vacío y del hastío en la garganta de Céline y ella descorría las cortinas y abría la ventana de par en par, para que el aire de la noche le entrara con violencia por la garganta y le hinchara lentamente los pulmones.
Hace unos días encontré a un viejo conocido, alguien que no salió nunca de aquel pueblo; que vinculó desde su infancia su historia a la historia de aquellas calles y plazas, alguien que, en su aburrimiento cotidiano, se embebía día a día de la vida, obra y milagros de los actores, comparsas y figurantes de la comedia sin fin de la vida provinciana. Entre risas le pregunté por el viejo cura y por el sacristán de la parroquia; los dos habían fallecido, por la boticaria, por sus padres… De repente recordé a Céline, esa francesa tan llamativa que se había instalado en el pueblo y que más que las farolas de la plaza, que la vieja fuente, que las paredes encaladas de las casas, se había convertido desde el primer momento en insustituible figura del paisaje urbano. El rostro de mi interlocutor se apagó de tristeza al nombrarla. Me contó que esa enfermedad, difícil de pronunciar, le había ido deteriorando en los últimos años la capacidad de movimiento, de caminar y de comunicarse, robándole la memoria y deshabilitándola de orientación. Se contaba en el pueblo que una noche abrió la ventana de par en par, como siempre había hecho, llenó sus pulmones de aire e imaginó que unas grandes alas le crecían en la espalda. Saltando quiso elevar su cuerpo, pero la gravedad optó por la dirección contraria e hizo que su arrugada piel terminara deshilachándose en el empedrado de la calle.
Recordé que el nombre de Céline es la versión francesa de Celia o Selena, una de las siete hijas de Atlas mitológico, transformadas en estrellas de la constelación de Pléyades. Seguramente también nuestra Céline forma parte ahora de esa constelación donde los que han llorado tanto sin consuelo sobre la Tierra encuentran consolación infinita en aquel Cielo.
Manuel Bellido
@mbellido
Director del Grupo Informaria