Recibo una carta y quien la escribe consigue hablarme de un tema sin mencionarlo. Una carta radiante y acompañada de una fotografía. En la locura cotidiana de los e-mailes, una carta escrita a mano es la contemplación de una estrella fugaz en una noche oscura. En mi labor periodística de hoy, buscando y elaborando información política y económica, negociando, interrogando y presionando, no he encontrado durante el día mejor noticia que ésta: he recibido una carta manuscrita. Una carta entrañable, con algún guiño, con algo de picardía, con mucho de afecto, en una caligrafía legible y elegante, tinta negra de sutil trazo sobre un papel de delicioso color pastel.
Quien está hecho para percibir y dar solo lo bueno consigue hilvanar también en una carta palabras simples para que, al final, cuando llegamos al saludo concluyente y a la firma, sintamos que perdemos la felicidad de su lectura sin saber que la teníamos. Meticulosa escritura y de gusto exquisito que, sin perder de vista principios, me mostraba y explicaba el objeto-sujeto de una vieja fotografía infantil, para conjugar en un solo verbo recuerdos, ternura, arte, vida, dolor y amor. La carta me enseña lo que desconozco sin renunciar a lo conocido. Por eso consigue hablarme de algo sin mencionarlo. En el aterciopelado colorido “gris-sepia” de la estampa una mirada atraviesa el tiempo y llega después de cincuenta y cuatro años, intacta, pura, cristalina, diáfana y clara. La imagen que atrapa por sí misma hacen avanzar la imaginación mediante fragmentos o por asociaciones antes que por explicaciones verbales y anticipan lo que está ocurriendo hoy. La carta no lo dice, lo expresa la mirada niña de unos ojos de dos años que anticipan el futuro y que se disponían ya, desde aquel mismo instante, a atravesar estaciones incontables, gélidas o cálidas, con el alma bienaventurada de quien cree profundamente con santa desvergüenza y con fortaleza a toda prueba en aquellas palabras dirigidas hace dos mil años a adultos que posiblemente ambicionaban el poder efímero de lo humano: “¿Quién creéis que será el mayor en el reino de los cielos? Y llamando a un niño, dijo: el que no se haga como un niño no entrará en el reino de los cielos».
Durante años he coleccionado cartas famosas, la de Stefan Zweig, “Carta de una desconocida”, la de Cristóbal Colón, anunciando el descubrimiento, la de Albert Einstein a su novia Mileva, la de Henry Miller a Brenda, la de Borges a Estela, la de Franz Kafka a Milena, la de Dmitry Kolesnikov, la de Julio Cortázar a Roberto Fernández Retamar, las de Enrique Williams Álzaga, esas «Cartas que nunca llegaron» y muchas más. Hoy colocaré también ésta entre mis preferidas, porque logró hablarme de algo sin mencionarlo. Probablemente quien la escribió lo hizo sin querer. Ya decía Jean Jacques Rousseau hablando de cartas, y en especial de las que se escriben con afecto, que “se escriben empezando sin saber lo que se va a decir, y se terminan sin saber lo que se ha dicho”. La carta logró despertar en mí la inocente capacidad de asombro del alma infantil, esa que sobrevuela las fealdades sin mancharse, esa que solo entiende de amor.

por @mbellido

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