Tengo la fortuna de relacionarme cada día con una infinidad de personas. Son encuentros profesionales o personales en los que se habla de casi todo. Algunos encuentros duran más que otros y cada uno alcanza un grado de formalidad o profundidad diverso. En estos encuentros se pregunta, se comenta, se opina y se escucha. A veces encontramos personas que hablando, lo hacen con tanta superficialidad, que son capaces de sofocar e interrumpir el propio pensamiento, también encontramos los que hablan para decir algo, y los que dicen algo por hablar, algunos mienten sin pudor y otros lo hacen con gracia, hay quien habla mirando a los ojos y quien pierde la mirada en infinidad de sitios menos en el interlocutor, hay quien habla claro incluso no diciendo toda la verdad, hay quienes hablan mal de todos y quienes no hablan mal ni siquiera de sus enemigos, hay quien muere por la boca, como el pez, hay quien siendo ladrador no muerde nunca, hay quienes su cortesía en el hablar conquista y hay quienes con esa misma cortesía empalaga.
Hoy me he parado unos minutos a hablar con un amigo, hemos intercambiados algunas noticias sin importancia, una breve conversación con argumentos comunes. ¿Qué tendrán ciertas personas que se hable de lo que se hable transmiten algo vital y benéfico? Nos hemos despedidos y mientras se alejaba, me he quedado con ganas de ser mejor. Algunas personas viven de una manera tan integra y profunda que todas sus acciones, sus gestos y sus palabras adquieren un nivel de maestría. He recordado las palabras de Don Antonio Martín, director que fue de Escuela Salesiana donde estudié en Jerez en mi adolescencia: “excelente maestro es aquel que, enseñando poco, hace nacer en el alumno un deseo grande de aprende”. Ciertas presencias, como la de mi amigo, equivalen a un magisterio. En mi se han borrado las huellas de la conversación de esta mañana, incluso las palabras, pero no el deseo avanzar y mejorar.