Cuando en una ciudad como Shanghai llega la noche y las luces de los letreros luminosos de las calles y avenidas se apagan, a quien está solo en una habitación de hotel, aunque éste sea el lujosísimo Le Royal Meridien, le vienen ganas de pegarse a las cristaleras de las enormes ventanas y aullar como un lobo solitario en medio de la noche o bajar a la calle y deambular por la ciudad para escudriñar sus secretos. En esa mañana sin empeños de trabajo había dado un paseo por el río Huang Pu, había conocido el ajetreado Bund, había comido pato laqueado en un restaurante típico, había comprado en una mercadillo regateando precios. Por la noche quería saber más de aquella gente que se aglomeraba en los pasos de peatones esperando el verde del semáforo, o que corría de un lado a otro como si estuviera llegando tarde a todos los sitios. Bajé a la calle.

Por la Nanjin road, una de las principales calles peatonales de shopping de Shanghai circulaba aun gente. Después de recorrer pocos metros alguien se había acercado para ofrecerme masajes, señoritas de compañía nocturna o relojes de marca a poco precio. Desembarazarse de estos personajes no era tarea fácil. Había que decir no con rotundidad y muy serios seguir adelante sin echarles cuenta. Por una de las bocacalles llegué a un callejón estrecho y sin salida. En las ventanas ropa tendida, en el suelo restos de verdura, bicicletas aparcadas en las puertas de las casas y un fuerte olor a aceite, especias, vinagre, ajo y carne salía de las ventanas y flotaba en el ambiente.

Sentada en el escalón de uno de los portales, acompañada del silencio de la noche y de una casi transparente luna menguante, estaba ?Alondra. Me mira y me pregunta de dónde vengo. Le digo que de España pero ella no sabe donde está. Me pregunta, sin más, si quiero comer y me invita a entrar en su restaurante casero. La curiosidad del periodista se impone. Atravesamos un corredor estrecho y me encuentro delante de una serie de habitaciones en torno a un patio cuadrado.

La sigo y me introduce en una pequeña habitación con pocos muebles y dos mesitas de madera con patas de bambú en el centro. En un rincón una pequeña cocina a gas sobre una pila de piedra con lavabo incluido. Sobre una repisa restos de col, retoños de bambú, naranjas y algunas otras frutas y verduras. Me siento en una silla plegable y Alondra, sin decir nada más, se pone a hervir bolitas semejantes a los raviolis, y sobre una especie de sartén coloca unos pequeños bollos rellenos que cocina al vapor. La observo. Es delgada y frágil. Su cabeza tiene forma ovalada, y sus cejas, ojos, nariz, boca y orejas parecen dibujados en un jarrón de porcelana. Por algún sitio leí una vez que la forma ideal del rostro de una china debía ser como la de la pipa de girasol. Sus labios de color rojo tenían el don de la exquisitez.

Tardó relativamente poco en aderezar la mesa con pequeños platos de comida llenos de color. Se sentó a mi lado y puso en mis manos un par de palillos. Ante mi poca destreza los retomó en sus manos y en un básico inglés me dio una de las lecciones más encantadoras a las que he asistido en mi vida.

Me dice que los palillos no sólo sirven para llevar la comida a la boca. Sirven para designar el fragmento de comida escogido, para pellizcarlo, sin pincharlo ni herirlo como hacen nuestros cuchillos, para elevar el trozo escogido y transportarlo, después de haberlos separado de otros trozos o desenredarlo en el caso de la verdura. Sus gestos recuerdan el gesto de las aves cuando dan de comer con el pico a sus crías. Finalmente cogió unos granos de arroz y me los llevó a la boca en un gesto materno. Me contó muchas otras historias de flores, de aves y de humanos que viven entre la ingenuidad y la magia. El tiempo voló y antes de despedirme le pedí que escribiera sobre un papel su nombre en caracteres chinos. Los dibujó con la misma gracia con la que había preparado mi pequeño banquete y deleitado con sus ingeniosas historias. Xièxie Alondra.

por @mbellido

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