Mi primer trabajo en Toscana fue en un taller de artesanía. Yo tenía veinte años y compatibilizaba estudio y trabajo. Mis primeros cuadros fueron realizados con espráis sobre cartón, repitiendo una y otra vez ocasos de fuego. Eran cuadros en serie que de arte no tenían nada. Cada cuadro se vendía a cinco mil liras y eso si que era arte. Después me atreví con el óleo y el acrílico. Me gustaban los paisajes y de ellos quería pintarlo todo: el cielo, las nubes, los árboles, las plantas, las flores. También intentaba sin conseguirlo pintar el viento, el movimiento de las hojas, el fluir del agua en el río. Mi impetuosa imaginación de entonces y quizás la proporcionada ingenuidad de la edad me llevó finalmente a pintar paisajes urbanos en estilo naif. Fueron los últimos cuadros que realicé en aquel año antes de cambiar trabajo. Nunca utilicé el negro, ni siquiera para las sombras. Las paredes de las casas eran de colores vivos y desordenados para evidenciar juegos de luz. Trabajaba de memoria ya que los pueblos que pintaba solo existían en mi fantasía. Me aficioné mucho en aquellos años al estilo naif, a sus formas, colores y temas y al abandono de perspectivas y proporciones que ellos practicaban. Conocí entonces la pintura de Rousseau. Fue a través de un reportaje que leí en una revista de arte. Me llamó la atención el tono poético de sus pinturas, la originalidad que desprendían sus temas y esa sensibilidad pueril y tierna con las que los plasmaba. Un cuadro en especial se quedó grabado en mi memoria que pude contemplar en todo sus esplendor hace unos veranos en el Museun of Modern Art de Nueva York. Un cuadro que siempre me había hecho divagar y soñar. Una tela que Rousseau pintó en 1910 y que tituló “El sueño”. Se trata de una figura desnuda recostada cerca de leones y otros animales feroces, en una selva de colores vivos, llena de enormes plantas. La contemplación del cuadro siempre había logrado transportarme lejos, hechizarme e introducirme en una atmosfera de magnetismo exótico.
Anoche soñé el cuadro, lo soñé en movimiento, como si hubiera cobrado vida. Una mujer de rostro conocido yacía en medio de aquella selva rodeada de leones. Me desperté asustado y comprendí la razón. La puerta de la mente se había abierto dejando que se colocaran las experiencias del día en forma de cuadro. Una llamada telefónica, un dolor profundo y mi afecto por quien me lo trasladaba habían provocado ese sueño. Rousseau me lo volvía a contar a su manera, a través del sueño.

H. Rousseau, El sueño de Yadwigha, (detalle) 1910, óleo sobre lienzo, 204´5 x 299 cm.

por @mbellido

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