En el rito cotidiano de afeitarme cada mañana examino un espejo que siempre cambia. Me muestra unos rasgos con destellos de experiencia, una piel arañada por pequeñas rugosidades y unos cabellos de ceniza que no saben esconder el paso del tiempo. En ese reflejo madrugador de cada día, un diálogo silencioso se establece con quien me mira y explora, revelándome algo de lo que soy. Menos o más según a lo que aspiro. Más humano es el reflejo si perdono y olvido. El espejo es una puerta a mi interior, un mapa para recorrer el laberinto de mi fe y mis esperanzas, un lugar para escuchar el eco de una voz eternal. El espejo es también la probeta para inventar la alegría o la tristeza, la arena para domesticar la jornada adversa, para ahuyentar el espanto, el libro para releer mi historia o recoger vestigios de mi memoria. El espejo es un escondite, la foto invisible de los seres que me miran, me imaginan o me sueñan a diario. El espejo calla o canta, es delicia o crueldad, es juez severo o amante apasionado, es premio o castigo, es admiración o reproche, es afán o hundimiento.
El espejo me hace zarpar en un instante y poner rumbo en el mar de cada día, me enciende o me apaga. El espejo se parece a un sueño. Mientras la nieve blanca cubre esa porción de piel de espinas, el espejo se prodiga en reflejar la minuciosa imagen de mi alma. Quizás no soy yo, la imagen reflejada es solamente la percepción de quien siempre me regala su mirada, la puerta falsa para observar indiscretamente a YHWH, como Isaías, Ezequiel y Habacuc también lo percibieron.

por @mbellido

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