1982. Un avión de PAN-AM me dejaba en el aeropuerto Internacional de Nueva York, John F Kennedy. ¡Qué suerte! Estaba pisando el nuevo continente. De allí a Brooklyn y, desde la azotea de la Residencia Universitaria donde me alojaba, contemplé por primera vez la magia de Manhattan. Me frotaba los ojos, la ciudad que veía y sus rascacielos, no parecían de verdad. Aquellos vistosos colores del atardecer y los edificios iluminados me zambulleron del todo en el sueño americano. Era verano y el aire caliente en Nueva York era bochornoso, las aceras ardían, pero las calles de la City con su bullicio me transmitían ganas de vivir a fondo la ciudad, descubrirla. Su gente me transmitía carácter, corría de acá para allá llena de ambición, de buen gusto, de dinamismo. Todos corriendo detrás de un viento impetuoso para llegar a la cima del mundo de los negocios, de la publicidad, de los medios de comunicación. Toda esa energía y, en cierto modo, agresividad me apabulló en un primer momento, pero poco a poco me sentí atraído y contagiado. Comprendí que allí nadie podía dormirse en los laureles. Me enamoré de Nueva York, pero también viví y conocí la fascinación de otros Estados como Illinois, Texas, Arizona… Por todas partes encontré ese conglomerado de razas y pueblos, de contrastes, decisión de convivencia y de tolerancia, idealismo, pragmatismo, innovación y, sobre todo, sensación de libertad.
Del neoyorquino me llamó la atención su sentido del humor y su implicación personal en la mejora de la calidad de vida de la ciudad.
Nueva York también me impresionó aquella primera vez por los espectáculos en sus calles: músicos, mimos, acróbatas, bailarines se ganaban la vida con su arte autodidacta en las esquinas y en las plazas, esperando que alguna vez algún cazatalentos del Show business los catapultara a la fama.
Dormía poco y comía deprisa porque no quería perderme nada. Me acostumbré pronto a las hamburgers, tuna sándwiches, y softs drinks sentado en algún jardín entre edificios o en algún vestíbulo climatizado. Me acostumbré al olor de metro, al ruido del tráfico, a las sirenas de los bomberos y de la policía, Caminaba muchos kilómetros al día, por Harlem, Broadway, Central Park, SoHo, Chinatown, los museos, Wall Street, la estatua de la Libertad, las librerías, las redacciones de los periódicos de la ciudad. Mis sentidos tenían que conquistarlo todo. Guardo todavía en mis ojos y en mi memoria la visita a al World Trade Center donde se situaban las Torres Gemelas, las dos grandes edificaciones diseñadas por el arquitecto estadounidense de origen japonés Minoru Yamasaki y la impresionante vista que tuve desde la azotea de una de ellas.
Es apasionante volver una y otra vez a Estados Unidos y en particular a Nueva York: siempre te depara una sorpresa, un descubrimiento, una experiencia nueva. Ahora sobre un avión de la TAP portuguesa vuelvo a peregrinar. Voy a recuperar alguna ráfaga de viento del que allí nace.
Manuel Bellido

por @mbellido

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