Aquella casa de la Toscana que habité en mi juventud, tenía un pequeño jardín alrededor y algunos terrenos  no cultivados. Antonio, un señor  mayor, que vivía por la zona venía de vez en cuando a limpiar malas hierbas, cortar los setos naturales,  podar arboles y sanar alguna planta   con achaques. A veces observaba  su trabajo desde mi ventana, en otras ocasiones bajaba a intercambiar alguna frase sobre el tiempo, sobre su familia o sobre la naturaleza.  Antonio era de pocas palabras, pero precisas y avispadas, pronunciadas  en un toscano purísimo, ese dialecto que según Manzoni  es una lengua «aclarada en las aguas del Arno». Ese diálogo cicatero pero siempre esencial me proporcionó a menudo gotas de sabiduría.  Aprendí de su buen hacer, que la jardinería impone ciertas virtudes. Aquellas que más saltaban a la vista eran  tenacidad y presteza. Antonio parecía  en su generosa  y perseverante ocupación, un psicólogo que en el trato diario con plantas,  flores y arboles cultivaba la paciencia pertinaz de quien conoce el ritmo y la vida de las estaciones del año y el equilibrio de la naturaleza.  Sus manos obraban sobre cada flor de manera diversa, a cada una las miraba  y tocaba como si fueran las únicas sobre el planeta.   Antonio decía que algunas flores eran vanidosas, otras frágiles,  otras tercas y a cada una había que prestarle una atención diferenciada y distinguida como si comprendiera de cada una su luz, su destino, su intimo sentir. Hoy he encontrado entre las hojas de un libro que una tarjetita con una frase que un día le escuché y que trascribí para no olvidar: “El agua moderada nutre las plantas si es demasiada las ahoga” ¡Cuanta sabiduría escrita en el libro de la naturaleza!

por @mbellido

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